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Yara, la reina de Venezuela

Aquella mañana al despertar de su sueño, el chamán convocó a la tribu, reunió a sus integrantes y les dijo que iban a ocurrir dos importantes sucesos para su pueblo. Unos hombres de piel blanca que venían de otras partes llegarían a sus tierras, y a partir de ese momento, el pueblo iba a estar sumergido en una desgracia. Cuando esos hombres pisaran las tierras, nacería en la tribu una niña de ojos muy verdes que tendría la capacidad de dominar a la gente, de hacer crecer los cultivos y de sanar a los enfermos. Pero su destino sería triste y solitario, ya que la niña tendría que ser resguardada en las fosas de la montaña porque la diosa culebra, que duerme en el fondo del río y es dueña de las aguas, iba a reclamarla.

Los hombres y mujeres de la tribu escucharon sorprendidos lo que se avecinaba para su pueblo. Durante mucho tiempo esperaron lo vaticinado por el chamán. Un día, tras una larga espera, la compañera del cacique de la tribu parió una bebé. Al ser entregada a su padre, la recién nacida se volvió para mirarlo, y sus pequeños párpados se abrieron exponiendo sus ojos de verde selvático. Los ojos de su padre se llenaron de felicidad y dolor al mismo tiempo, dejando caer sus lágrimas en el cuerpo de su hija, a quien llamó Yara.

La niña creció guarnecida por los guerreros de la tribu, pero al cumplir diez años de edad, fue entregada en ofrenda a la montaña, como había aconsejado el más sabio de la tribu. Yara fue llevada a la montaña y su padre el cacique no la volvió a ver. La niña fue obligada a vivir en una cueva en la oscuridad de las fosas, allí se hizo una mujer. Las criaturas de la selva se convirtieron en sus aliadas, aprendió a imitar los sonidos de los pájaros con los que se comunicaba y un tapir solía venir a visitarla. Con el paso del tiempo Yara aprendió a montar al tapir.

Ella nunca estuvo sola, como había sido vaticinado, porque siempre estuvo acompañada de los seres de la montaña y custodiada por los guardianes de la tribu quienes no la perdían de vista. A sus guardianes se les había instruido para llevarle comida, protegerla del río y dejarla salir solo a corta distancia. Pero sobre todo se les indicó que por ninguna circunstancia la miraran a los ojos, porque era de gran belleza y podían quedar deambulando por la montaña.

Yara, de caderas anchas y piel de color madera, solía bañarse dentro de una gruta pues tenía terminantemente prohibido ir al río, pero una noche de luna llena el tapir fue a visitarla a la cueva y, viendo que sus guardianes se habían dormido, la joven escapó montada en el tapir. Esa noche fue feliz, se sintió libre. El tapir la llevó a parajes que no conocía, y al llegar a lo más alto de la montaña miró hacia abajo; la niebla se despejó y Yara vio un río serpenteante de color plateado por el reflejo de la luz de la luna. Inmediatamente fue atraída por el canto de sus aguas. 

La joven decidió ir en busca de la melodía de aquellas aguas, y al llegar al río se bajó del tapir. Primero mojó sus pies para sentir el agua fría, luego se inclinó para beber y finalmente se internó en el río. Mientras tanto, en lo más profundo de las aguas se despertó una gran serpiente de ojos verde selvático, idénticos a los de Yara. La guardiana del río comenzó a deslizarse con cuidado, haciendo movimientos sinuosos para vigilar a aquella mujer que se bañaba en sus aguas sin su autorización.

Desnuda, Yara se sumergió bajo el agua abriendo sus ojos, y para su sorpresa la gran culebra blanca la estaba esperando en el fondo. En aquellas aguas plateadas, ambas criaturas solo vieron sus ojos verdes que brillaban como esmeraldas. La gran culebra bordeó a la joven, mientras ella solo se quedaba quieta. Así pasó un tiempo, hasta que la culebra decidió enroscarse alrededor de Yara, la abrazó suavemente hasta tenerla cerca, tan cerca que pudo mirarla a la cara, besarla y darle un poco de su aliento. En ese instante, la culebra se tragó a Yara.

Los espíritus de la montaña presenciaron lo sucedido; algunos, consternados, le reclamaron a la serpiente, otros obedientes y temerosos, guardaron silencio. Aquellos que se enojaron, decidieron no dejar germinar ninguna cosecha por un año. Le reclamaban a la culebra la libertad de Yara.

La gran culebra blanca, viendo la rebeldía de los espíritus de la montaña, le dijo a Yara, quien yacía dormida dentro de ella, que si quería salir solo tenía que cumplir con un reto. Yara aceptó. La culebra le explicó que había una tropa de hombres blancos al pie de la montaña, que debía traerlos para ella alimentarse. Si cumplía con esa tarea la dejaría libre y sería coronada como guardiana de todo lo que sus ojos pudieran ver.

La gran culebra salió de las profundidades del agua, se acercó a la orilla y allí dejó a Yara, entregándole un hueso que debía mostrar a los intrusos. La joven se levantó y miró a la culebra, que le advirtió sobre la promesa que había hecho, a lo que Yara respondió con un gesto de respeto en señal de compromiso. Se montó en su tapir y le pidió que se dirigiera al lugar donde estaban los hombres blancos vestidos de metal. 

Al acercarse al pie de la montaña, Yara presenció cómo su pueblo luchaba con los hombres blancos. Casi todos los de su sangre habían muerto. Con tristeza y rabia, la joven mujer se levantó sobre el tapir, dejando su pecho al descubierto y mostrando a aquellos intrusos el hueso que la serpiente del río le había entregado.

Los hombres blancos, aunque impactados por la belleza de Yara, levantaron sus armas en dirección a ella pero no pudieron disparar. Una vez que estuvo muy cerca de los intrusos, la joven se dio vuelta sobre el tapir y ambos se alejaron corriendo. En seguida, los hombres comenzaron a perseguirlos, con la intención de capturar a aquella hermosa mujer, movidos por los más oscuros deseos. 

Los intrusos estuvieron varios días en busca de Yara. Algunos desistieron, pero otros, cansados, llegaron a un río en el que decidieron hacer una pausa y se acercaron para beber de sus aguas. Entonces la gran culebra blanca abrió su enorme boca para engullirlos. Solo unos pocos lograron escapar, pero quedaron enloquecidos por la mirada de aquellos ojos verde selvático de la misteriosa y exuberante mujer. 

Texto: Tibisay Mendoza; Edición e ilustraciones: América Rodríguez

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4 comentarios en «Yara, la reina de Venezuela»

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