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La Nakba palestina ayer y hoy

Hace 73 años, el 14 de mayo de 1948, se proclamó la creación del Estado de Israel. Para las palestinas y palestinos, ese día se conmemora el 15 de mayo como la “Nakba”, la catástrofe: una limpieza étnica que forzó el éxodo de más de 700.000 palestinas y palestinos expulsados de sus tierras. Hoy, para el pueblo palestino, tras décadas de ocupación, colonialismo de asentamientos y apartheid, la Nakba continúa. El derecho al retorno de las refugiadas y refugiados y sus descendientes, consagrado en la resolución 194 de la ONU, sigue siendo una reivindicación fundamental del pueblo palestino.

L’Atelier – Histoire en Mouvement, UTOPIX y BDS Suiza proponen un dossier sobre el tema en dos partes: los orígenes del sionismo, el proyecto colonial responsable de la Nakba, así como un análisis que tiene en cuenta la dimensión material de este acontecimiento y las condiciones previas a la apropiación de Palestina por el movimiento sionista.

Los orígenes de la Nakba y del Estado de Israel: el sionismo

Situar la cuestión israelo-palestina en una perspectiva histórica es indispensable para comprender lo que está en juego. No es posible comprender plenamente los hechos de la Nakba (“La Catástrofe”), ni las políticas actuales del Estado de Israel, sin entender la arquitectura ideológica del sionismo que las sustenta. En este sentido, el historiador sionista Paul Giniewski ofrece una explicación emblemática: “Sólo la corriente sionista, dentro del pueblo judío, ha formulado una respuesta judía a Auschwitz: el Estado de Israel.” Sin sionismo, no hay Estado de Israel. Esa es la ecuación fundamental.

¿Qué es el sionismo? ¿Cuáles son sus orígenes, características y postulados? ¿Cómo pudo imponerse como ideología dominante, capaz de producir las repercusiones políticas que llevarían a la creación del Estado de Israel en 1948?

El sionismo se convirtió en un movimiento político nacional, difundido y organizado en todo el mundo, que exigía el regreso del “pueblo judío”1 a su (supuesta) patria, “Eretz Israel” (la Tierra de Israel). Este movimiento se definió, y aún lo hace, como la voz de todo el “pueblo judío” y sus aspiraciones, reclamando el derecho a establecer un hogar judío a través de un proyecto abiertamente colonial, en una tierra que antes era Palestina bajo el dominio del Imperio Otomano.

El preludio del nacionalismo judío, del sionismo, se explica por el entrelazamiento de la religión y el concepto emergente de nación, que se enmarca en el impulso del nacionalismo europeo del siglo XIX. Las primeras formas de nacionalismo judío eran, sin embargo, mesiánicas en el sentido de que su razón de ser se definía en relación con la religión. En esta forma de nacionalismo judío “prepolítico” no existía una solución definitiva a la cuestión judía, especialmente desde el punto de vista territorial.

No fue hasta los años 1870-80 cuando se produjo la transición al sionismo político propiamente dicho. Esta transición ocurrió gradualmente, estimulada en parte por el estallido antisemita en Europa, pero también por el proceso de secularización europeo dictado por la Ilustración. En este sentido, es interesante observar el doble juego de la ideología sionista, que por un lado se aleja de la religión y se alimenta de la secularización, pero por otro lado utiliza la religión, apoyándose en textos antiguos para justificar su proyecto político.

Como dice el famoso historiador israelí Ilan Pappe, “La mayoría de los sionistas no creen que Dios exista, pero creen que les prometió Palestina”. La transición se completó también gracias al éxito de las tesis de Teodoro Herzl, un escritor austrohúngaro, que concretó la reinvención del judaísmo como ideología nacionalista, y ya no simplemente religiosa. Herzl es considerado hoy el padre fundador de la ideología sionista. En El Estado Judío, su obra fundamental, Herzl sostiene que el problema judío es de naturaleza nacional y que la asimilación en otros Estados nacionales está condenada al fracaso.

Tras la buena acogida de sus tesis por una parte (en realidad todavía minoritaria) del mundo académico y político judío, Herzl convocó el primer Congreso Sionista Mundial en Basilea en 1897, donde se fundó la Organización Sionista Mundial. En el segundo congreso, en 1898, la organización llegó a la conclusión de que la creación del hogar nacional judío se lograría mediante la colonización de Palestina. Cabe señalar que durante este período, a pesar del título de la obra de Herzl, los sionistas no hablaban de un Estado judío sino de “hogar” o “casa”. La falta de una definición clara de estos términos refleja la falta de unanimidad del movimiento sionista sobre la naturaleza de su proyecto. 

Esto es comprensible, entre otras cosas porque en el siglo XIX no estaban dadas las condiciones para crear una entidad nacional independiente en Palestina, por varias razones: Palestina era un Estado a todos los efectos, con un territorio definido, población autóctona e instituciones; el número de judíos que vivían en Palestina era demasiado pequeño y los pueblos no estaban suficientemente institucionalizados; y, por último, el movimiento no gozaba aún de legitimidad a nivel internacional. Por lo tanto, los propios sionistas no pudieron definir ni el hogar nacional del que hablaban ni cuál sería el futuro de ese hogar. Este vacío no se llenó hasta finales de la década de 1930 con la formalización del proyecto nacional sionista, que fue posible gracias al apoyo decisivo de Gran Bretaña.

El sionismo político se nutrió así, desde el principio, de una estrategia migratoria planificada, basada en un proyecto de colonización y asentamiento de Palestina, que constituye el ingrediente principal del proyecto sionista.

Es en este marco en el que hay que leer los hechos de la Nakba, como la consecuencia lógica de un proyecto colonial que propugna el asentamiento y la ocupación de un territorio cuya población originaria debe ser aniquilada o forzada a abandonar su tierra.

La catástrofe antes de la catástrofe

El cambio dramático de la realidad demográfica y espacial que tuvo lugar en Palestina durante la Nakba es relativamente bien conocido. En contraste, la dimensión material ha sido mucho menos difundida. Y las condiciones previas a la toma de posesión del país por parte del movimiento sionista, vigente a partir de noviembre de 1947, son aún menos abordadas.

A principios de 1949, la población judía en el territorio del antiguo Mandato de Palestina representaba el 80% de la población y había puesto bajo su control el 77% de la tierra. Dos años antes, la cuota de población judía era inferior a un tercio y la propiedad de tierras judías, tanto privadas como comunales, se limitaba a un 7% aproximadamente.

Unas 500 localidades palestinas fueron vaciadas de su población y luego destruidas durante estos dos años. Unos 800.000 palestinas y palestinos huyeron o fueron expulsados de sus hogares. Sólo 81 pueblos palestinos y una sola ciudad, Nazaret, permanecieron intactos. Desde entonces y hasta hoy, se impide cualquier expansión económica más allá de la zona urbana primaria (por ejemplo, mediante la creación de zonas industriales o centros comerciales), como ocurre en otras comunidades y barrios palestinos.

El control de todas las infraestructuras y recursos cayó en manos de un movimiento colonial, cuya intención era sustituir a la antigua población. Cisjordania y la Franja de Gaza conservaron su carácter árabe, pero se enfrentaron a la necesidad inmediata de atender a una enorme comunidad de refugiados, al tiempo que estaban aislados del resto del país. “Desde un punto de vista material, la Nakba destrozó las estructuras socioeconómicas de Palestina. La economía árabe quedó prácticamente destruida”, escribe el historiador y experto en Oriente Medio, Michael R. Fischbach.

El valor de la propiedad privada abandonada, sin incluir las tierras de pastoreo comunales, las propiedades comunales, etc., fue estimado por una comisión de la ONU en casi 820 millones de dólares (valor de la época). Cálculos posteriores realizados por economistas palestinos y otros expertos, arrojaron una cifra de casi 1.625 millones de dólares en tierras perdidas, 954 millones en edificios abandonados y hasta 453 millones en bienes muebles. Desde el punto de vista del tamaño y la transformación total del país en menos de un año y medio, otras conquistas coloniales parecen modestas en comparación. La “Nakba” ofreció al movimiento sionista y al nuevo Estado de Israel un considerable botín de guerra en recursos económicos por el que no ha habido compensación, y mucho menos reembolso, hasta el día de hoy.

Al igual que otros movimientos coloniales, el sionismo también fue capaz de movilizar el capital de conocimiento económico, tecnológico, militar y cultural, con base en varios siglos de experiencia colonial europea. El capital dinámico, personal y financiero, renovable de forma casi inagotable, chocó frontalmente con una sociedad autóctona que disponía de recursos relativamente poco renovables. Palestina sólo se integró marginalmente en el capitalismo global a través de las políticas coloniales del Imperio Otomano y de Gran Bretaña. El movimiento sionista tomó el relevo del decadente imperio colonial británico, que le ofreció apoyo legal, material, logístico y militar.

Por otra parte, hasta 1947, los sionistas querían adquirir la tierra legalmente, al menos en cumplimiento formal de las leyes coloniales existentes, en lugar de conquistarla militarmente. Sin embargo, la dimensión militar de la represión a las protestas árabes desempeñó un papel importante. Las milicias sionistas colaboraron entonces con los británicos. Para la adquisición de tierras, se utilizaron el marco legal y los datos socioeconómicos de forma hábil y pragmática, por ejemplo con la compra a grandes propietarios que no explotaban la tierra ellos mismos, la adquisición de tierras por intermediarios o el no reconocimiento de los derechos tradicionales sobre la tierra. La creación de territorios conectados, con vistas al Estado exclusivamente judío que se iba a crear, tenía prioridad absoluta, aún cuando la tierra no tenía ningún valor económico particular. Algunas de las tierras quedaron incluso sin utilizar, ya que el número de colonos inmigrantes no era suficiente para explotarlas. Esos terrenos fueron comprados con fines estratégicos a largo plazo.

Otra ventaja excepcional de la empresa colonial sionista era que los inversores en el movimiento sionista mundial no esperaban un retorno de su inversión. En estas cómodas condiciones, el Fondo Nacional Judío, por ejemplo, pudo contraer una deuda considerable para adquirir la mayor cantidad posible de tierras disponibles, dada la amenaza de las restricciones británicas. Hasta el día de hoy, el Estado de Israel se beneficia de una inyección de capital sin retorno, concretamente en forma de apoyo financiero de organizaciones sionistas de todo el mundo y de la enorme ayuda militar de Estados Unidos, que asciende a casi cinco mil millones de dólares al año.

En los aspectos mencionados, que caracterizan específicamente al sionismo, Wolfe observa una exacerbación de las prácticas de asentamiento colonial. En Palestina, estos objetivos se perseguían ya medio año antes de la “Nakba” mediante un plan de despojo de la población autóctona. La cuota de tierra que el movimiento sionista pudo adquirir hasta 1947 no fue especialmente grande. Apoyándose en el capital aportado por las metrópolis y en la combinación de la exclusividad étnica y la financiación sin fines de lucro, fue posible construir un conjunto interconectado de tierras, precursor del futuro Estado, en el entonces territorio del Mandato de Palestina. La votación sobre el plan de partición y la inminente retirada británica proporcionaron una buena oportunidad para dar grandes pasos en la conquista del país, esta vez con medios militares, manteniendo el objetivo de una sociedad étnico-religiosa exclusiva. Citando de nuevo a Wolfe, “En este contexto, la ‘Nakba’ sólo significó una aceleración del […] proceso de despojo de la población originaria de Palestina, que antes sólo había sido posible de forma ralentizada, para construir un estado colonial propio.”

(1) Cabe destacar aquí que la noción de “pueblo judío” es fundamental para el sionismo, ya que sin un pueblo no hay derecho a una patria. Sin embargo, esta noción es muy contestada, incluso por organizaciones y personalidades judías que insisten en la heterogeneidad de los individuos y grupos que se han convertido al judaísmo. El historiador judío Shlomo Sand descubrió, gracias a sus investigaciones en los archivos de Jerusalén, que la diáspora judía no surgió de una expulsión de Palestina, sino de sucesivas conversiones en África, Europa y Oriente Medio, echando por tierra la mitología sionista.

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