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Charlie Parker

Es difícil comprender la importancia de Parker para los que hemos visto el recorrido completo de aquella generación de jazzers que rompieron todo lo que era posible romper y ya transitamos el desafuero místico de Coltrane, el lirismo cool de Davis, la catártica bronca política de Max Roach o incluso de un Mingus, y la experimentación profundamente barroca y sin retorno de todos ellos.

Pero es que, cuando Parker irrumpe, no existía nada de eso. Basta con escuchar lo que sonaba cuando apareció: las Big Bands, el swing, Armstrong, música maravillosa, bailable, gozona, comprensible, siempre con la imponente raigambre popular de la que nace y brota, esa raigambre con resabio a algodonal, a Mississipi, a negro colgando del árbol y a gentes saliendo de las gospel church para extraviarse en los lupanares nocturnos a golpe de blues y descargas infinitas. Esa raigambre, esos orígenes, Parker los llevó en otra dirección, una difícilmente comerciable, y dura de comprender.

Parker convirtió el jazz en una música de las urbes, de aquellos clubs en los que se bailaba menos y se escuchaba más, lugares más íntimos, idóneos para la introspección, donde su duende podía reventar en las posibilidades cromáticas, melódicas, en la descomposición lacerante, valiente, compleja, en la ruptura desde adentro de unos códigos culturales que ni siquiera sus propios hacedores creían siquiera posibles hasta entonces.

Un hombre complejo. Recorrió la vida con zapatos que le cabrían a Van Gogh, a Gauguin, a Rimbaud, a Baudelaire. Era efectivamente, un pintor postimpresionista o un poeta maldito. Quizás por eso la bohemia francesa acogió ese jazz con más frenesí que la infranqueable hegemonía norteamericana. ¿Sería real decir que es muy difícil entregarse sin ahínco ni obsesión a un camino de investigación tan profundo y disrruptivo sin que ello te haga pasar una temporada en los infiernos, sin que la propia alma del creador se resienta hasta romperse?

Quizás esta sería una lectura romantizadora. Más mundano sería asumir que la droga lo consumió como a toda esa generación de negros artistas salidos de los ghettos, que la historia de amor con una mujer blanca, que darle legalmente su apellido, él, hombre negro, a una niña blanca, también le terminarían por pasar factura. Su vida fue un tour de force contra la sociedad y contra sí mismo inclusive. Cortázar lo rescató, siempre se ha dicho, en su cuento El Perseguidor. Donde dice Johnny, sabemos que está diciendo Charlie. Pero no veo a Parker en ese relato. No lo encuentro en ese personaje deleznable, ajeno a su pareja y a los humanos en general, errático, hablador de desvaríos sin fin sobre el tiempo y el devenir, deleznable persona y solo redimible por su conmovedor arte, al borde del abismo y dando un paso al frente.

A modo de ñapa, colocamos las portadas de algunos de los discos más representativos de Charlie Parker antes de su trágica muerte en 1955:

Textos e ilustraciones: Pablo Kalaka. Cronología: Kael Abello

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