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La historia reciente de Panamá ha estado marcada por la fuerte influencia de Estados Unidos, desde luego por el control que ejercía Washington sobre el Canal de Panamá y la zona aledaña. Un creciente sentimiento patriótico empezó a cuestionar más y más la presencia norteamericana. El 9 de enero, estudiantes panameños intentaron izar la bandera nacional en el territorio dominado por EE.UU. y la represión resultó en decenas de muertos. Kairo Abello, entonces con apenas 15 años, cuenta su participación en las acciones masivas de ese “Día de los Mártires” que cambiaría la historia de Panamá.
Hace 60 años me tocó vivir uno de los acontecimientos más trascendentales de Panamá. Estudiaba en el colegio La Salle, tenía apenas 15 años y me preparaba para los exámenes finales de bachillerato luego del feriado navideño. Solía estudiar, junto a mis compañeros, en una biblioteca de la capital conocida como USIS (patrocinada por los gringos) que no quedaba cerca de casa pero que tenía aire acondicionado. Era poco visitada y, además, contaba con una colección de discos que podíamos escuchar con audífonos (toda una novedad) lo que justificaba el traslado hasta allí. También, creo, íbamos con cierta intención de vivirle la parte a los gringos y aprovechar cualquier ventaja u oportunidad. Y es que ser anti-yanqui era parte de la naturaleza del panameño. No creo haber conocido a nadie que no lo fuera, incluso en la escuela privada y religiosa en la que estudié.
Formé parte del Centro de Estudiantes del colegio La Salle, algo inocuo y tolerado por la escuela. Nuestra visión de justicia social llegaba hasta la Democracia Cristiana y para el director, la organización estudiantil no era sino un medio de captación para organizaciones tipo Opus Dei. En cambio, el movimiento estudiantil nacional era mucho más radical, organizado y militante. La presencia de Estados Unidos, la influencia de Cuba y de la Unión Soviética hacían un cóctel explosivo en plena Guerra Fría y cada tanto estallaban protestas de todo tipo, aunque generalmente simbólicas.
No recuerdo cómo nos enteramos ese 9 de enero del del asesinato de varios estudiantes del Instituto Nacional que intentaban izar la bandera panameña dentro del territorio dominado por los gringos y denominado simplemente como La Zona. La biblioteca en la que estudiábamos quedaba a un par de kilómetros de la Asamblea Nacional y del Instituto Nacional. Ambos edificios, separados de La Zona apenas por una avenida llamada 4 de Julio, por la independencia de Estados Unidos (hoy renombrada como Avenida de los Mártires). Generalmente era aquel el lugar donde se desarrollaban las protestas. Así que, al enterarnos de la noticia, caminamos hacia allá. Durante el trayecto, pude ver como una gran cantidad de personas indignadas caminaban, espontáneamente, en la misma dirección.
Al llegar al área colindante a la Asamblea Nacional nos encontramos con una gran multitud: algarabía, gritos, ambulancias, humo de gas lacrimógeno o de una que otra molotov. En la retaguardia vi alguna patrulla de la Policía Nacional en una actitud pasiva. No reconocí, entre la gente, a ningún político o diputado. Avancé hasta llegar al frente. De un lado de la avenida la gente tiraba piedras. Al otro, atrincherados, estaban los soldados norteamericanos fusil en mano.
Luego de reagruparnos nos dimos cuenta de que con piedras no lograríamos nada, así que decidimos regresar más tarde con algunas molotov. No había transporte, nos tomó cierto tiempo volver a nuestras casas. No sabría decir qué hora era, pero cuando finalmente llegamos todavía había luz. Buscamos botellas, particularmente pequeñas para poder lanzarlas más lejos.
Yo vivía en casa de mis abuelos (mis padres se habían mudado a Venezuela) y todos estaban muy alarmados por lo que se oía en la radio. Para volver a salir de casa, pretexté que emitiríamos un comunicado desde el Centro de Estudiantes. Pero en verdad nos reunimos para preparar un par de docenas de molotov. Luego, dimos unas vueltas buscando un sitio para probar su efectividad. Habíamos acumulado más botellas de las que conseguimos armar por lo que me dirigí a una una alcantarilla que pasaba por el patio y la usé como caleta para guardarlas junto a un galón de gasolina. Para ese entonces, logramos hacernos con un carro y nos dispusimos a volver a la 4 de Julio.
Ya había oscurecido cuando regresamos la Asamblea Nacional. Dejamos el carro alejado de la multitud y continuamos a pie. En el camino, un policía le quitó a un compañero una de las bolsas con las molotov. La policía tenía una actitud preventiva, evitando así una escalada de la violencia. Pero el clamor de la gente era que disparasen a los gringos.
En algún momento una patrulla de la Guardia Nacional penetró al área donde estaba la multitud y un oficial parado desde la puerta, en una acción intrascendente pero desesperada, descargó su pistola en el aire. Sobre el eco de los disparos emergió una ovación que reclamaba una participación más activa de la Guardia Nacional contra los soldados gringos. No me consta pero, posteriormente atando cabos de diferentes relatos, el oficial pudo haber sido Omar Torrijos.
Nos turnamos en pares para acercarnos a un pequeño muro perimetral que separaba el patio de la Asamblea Nacional de la avenida y desde allí lanzar las molotov. Vi cómo caían en mitad de la vía y su breve llamarada se extinguía al cabo de un par de minutos. Al otro lado de la vía, los soldados gringos disparaban ocasionalmente sus fusiles. Recuerdo, de manera muy vívida, ver un fogonazo delante de mi e inmediatamente después, a dos metros, sentir caer a un muchacho con la espalda ensangrentada que luego fue llevado a cuestas hacia las ambulancias.
Fue un momento de confrontar la realidad y la sensatez me indicaba que tácticamente no era mucho lo que se podía hacer en esas condiciones. Decidimos volver y evaluar la situación. En el camino de regreso pasamos frente a la biblioteca donde estudiábamos en la mañana. Una multitud enardecida le arrojaba piedras. Compartí esa rabia colectiva y destruir la biblioteca se transformó en un mensaje: el orgullo patrio no se compra con ciertos beneficios, espejitos ni cuentas de color.
Como todas las estructuras gringas, la biblioteca estaba muy bien hecha. Era prácticamente una fortificación para prevenir todo tipo de actos vandálicos. Estaba defendida con una reja y los vidrios cubiertos con láminas metálicas. Sin embargo, las ventanas superiores no estaban tan protegidas. Pensé que, escalando la reja, podría alcanzar el alero para, desde allí, introducir una molotov al edificio. Logré subir y, al apoyarme sobre el alero, los vidrios rotos me cortaron los brazos. Esto no me disuadió. Las piedras, en cambio, seguían cayendo por lo que me convertí en blanco de ellas y, muy a mi pesar, no tuve más opción que bajar. Al día siguiente apareció en la prensa la foto de la biblioteca quemada. Sé que lo que hicimos puede parecer un acto salvaje, propio de hordas descontroladas. Para mi, en su momento y dentro de un contexto, tuvo cierto sentido.
Los días que siguieron fueron de efervescencia política: noticias, declaraciones, rumores, manifestaciones controladas, funerales, duelo, luto colectivo y suspensión de actividades escolares. La escuela decidió eliminar los exámenes finales y calificar según el promedio. Simplemente me entregaron el diploma, sin acto de graduación ni mucho menos celebración alguna.
La extraña simbiosis entre los panameños y los gringos era muy intensa: la presencia militar, su cultura, la moneda, la política, el comercio, la comida, la moda, la música… Era natural para cierta clase media estudiar en EEUU. A las semanas, al igual que algunos compañeros, viajé a ese país para cursar estudios universitarios. El fervor patrio se convirtió en cartas y luego en recuerdos. En Estados Unidos, la guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles ampliaron mi visión antimperialista. Mis padres se habían radicado en Venezuela y más nunca regresé a ese Panamá.
Aquellos actos de rabia y desesperación, aparentemente fútiles, contra soldados de la mayor potencia mundial y el asesinato de unos jóvenes sí tuvieron efecto. Cuatro años después llegó Torrijos a la presidencia y logró un nuevo tratado. Le siguieron Noriega, la invasión, el boom económico, los mismos políticos (esos a quienes nunca vi durante los trágicos eventos del 64) y una nueva clase pitiyanqui que recibió el canal, liberó a Posada Carriles y construyó un monumento a quienes dieron su vida ese 9 de enero.
Ahora, cuando visito Panamá siento que soy un turista. Camino solo con estos pocos recuerdos.
Flashbacks es un proyecto de Utopix que reimagina testimonios de personas quienes, sin ser necesariamente protagonistas, presenciaron eventos en medio de grandes transformaciones históricas. Los relatos ocurren en tiempos y lugares diferentes, pero todos comparten una mirada desde abajo y en primera línea de los episodios de lucha que forjaron la historia.
Texto: Kairo Abello. Ilustración: Kael Abello.