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Edward Said sobre los cómics

Edward Said (1935-2003) fue un destacado académico y activista político palestino. Nacido en una familia cristiana en Jerusalén, se vio forzado a abandonar el país durante la Nakba. Luego de terminar en Estados Unidos, tuvo una carrera académica en Literatura Comparativa y Lingüística, fijándose en la Universidad de Columbia. La producción intelectual de Said se enfocó en temas culturales, sin nunca perder de vista la ocupación de Palestina. Su obra más conocida, Orientalismo, retrata y sistematiza siglos de visiones distorsionadas del Oriente por parte de líderes y cultores occidentales. Fue un gran crítico de los Acuerdos de Oslo, y en obras como La cuestión palestina puso en perspectiva el pasado y el presente de la lucha de su pueblo por la liberación. En esta entrada, compartimos un extracto del prólogo de la edición integral de “Palestina“ de Joe Sacco, donde Said reflexiona sobra la importancia del cómic, desde su juventud hasta el presente en Palestina.

ABRE COMILLAS

Los cómics son un fenómeno universal que se asocia con la adolescencia. Aparentemente, existen en todas las lenguas y culturas, tanto en Oriente como en Occidente.

En cuanto a los temas, los cubren todos, desde los más inspirados y fantásticos hasta los más sentimentales y tontorrones; no obstante, todos son de fácil lectura, se pueden prestar, guardar o incluso tirar. Muchos cómics son como Ásterix o Tintin, una aventura serializada para la gente joven que los lee fielmente mes tras mes; de tanto en tanto, con en el caso de los dos que he mencionado, parecen adquirir vida propia, con personajes recurrentes, argumentos complejos y frases que convierten a sus lectores, ya sean de Egipto, la India o Canadá, en una especie de club en el que cada miembro conoce y puede referirse a toda una serie de ideas y nombres comunes. Creo que la mayor parte de los adultos tiende a relacionar los cómics con algo frívolo y efímero, y se asume que, a medida que uno se hace mayor, los deja de lado en busca de cosas más serias, excepto en ocasiones muy contadas (como pueda ser Maus, de Art Spiegelman), cuando un creador de cómic serio trata un tema oscuro y tabú. Pero, como pronto veremos, estas ocasiones son muy raras, ya que lo que se necesita, para empezar, es un talento de primera categoría.

No recuerdo exactamente cuando leí mi primer cómic, pero sí recuerdo con exactitud lo liberado y subversivo que me sentí después. Todo el libro, excitante, lleno de dibujos en color, pero sobre todo su formato desaliñado y alargado, la extravagancia colorida y gamberra de sus dibujos, el paso desenfrenado de lo que los personajes pensaban a lo que decían, las criaturas y aventuras exóticas que se describían y aparecían dibujadas: todo esto construía una emoción increíblemente maravillosa, totalmente distinta a cualquier otra cosa que hubiera sentido o experimentado hasta el momento.

Mi familia árabe protestante, incoherente con mi educación en el Oriente Medio colonial posterior a la Segunda Guerra Mundial, sentía debilidad por los libros y tenía unos estándares académicos muy altos. Una sobriedad incansable reinaba sobre todas las cosas. Es evidente que esa no era la época de la televisión, ni de otras muchas formas de entretenimiento fácilmente asequibles. La radio constituía nuestra conexión con el mundo exterior, y dado que las películas de Hollywood se consideraban a la vez inevitables y arriesgadas moralmente de algún modo, se nos mantenía en un régimen de una por semana, siempre cuidadosamente vetadas por mis padres, y certificadas por un estándar de juicio nunca revelado (a nosotros) como aceptables, y por lo tanto, aceptables para los niños.

Cuando aun no tenía trece años, ingresé en el instituto justo tras la caída de Palestina en 1948. Como todos los miembros de mi familia, mujeres y varones, ingresé en una escuela británica que parecía seguir el modelo de instituciones equivalentes reflejadas en los libros de historia de Tom Brown’s Schooldays y los distintos relatos de Eton, Harrow, Rugby que yo había vislumbrado durante mis lecturas omnívoras de libros casi exclusivamente en inglés. En dicha colonia imperial tardía en un mundo tremendamente conflictivo de niños principalmente árabes y levantinos y profesores británicos, en países principalmente árabes musulmanes, que a su vez sufrían cambios turbulentos, y en los que el currículo se basaba en el Oxford and Cambridge School Certificate / Certificado Escolar de Oxford y Cambridge/ (que es como se llamaba el título de instituto inglés homologado en aquella época), la intromisión repentina de cómics estadounidenses (que rápidamente fueron censurados tanto por los padres como por las autoridades escolares) estalló como un pequeño huracán. En cuestión de horas, estaba inmerso de forma ilícita en un torrente de aventuras de Superman, Tarzán, el Capitán Marvel y Wonder Woman que, sin lugar a dudas, sobresaltaban y distraían mi mente de las cosas más graves y estrictas en las que debería haber estado ocupada.

Intentar razonar por qué la prohibición contra este nuevo mundo tan gozoso habría de ser tan estricta e imponerse de forma tan rígida en casa no me llevó a ningún lado con unos padres tan firmes como los míos, y tan sólo conseguí una explicación: que los cómics interferían con mi trabajo escolar. Me he pasado años intentando reconstruir la lógica de la prohibición y, con el tiempo, he llegado a la conclusión de que la prohibición comprendía con mucha precisión (en todo caso, mejor que yo en el momento) qué es lo que conseguían los cómics tan acertadamente y de forma tan particular. Para empezar, había cosas como la jerga y la violencia, que agitaban la pretendida calma del proceso de aprendizaje. Para seguir, y posiblemente sea más importante, aunque nunca se haya constatado, estaba la liberación que ofrecían a mi joven vida sexual reprimida a través de personajes escandalosos (algunos como Sheena de la Jungla, que iban vestidos de una forma exageradamente escasa y erótica) que hacían y decían cosas que no se podían admitir, ya fuera por cuestiones de probabilidad de y lógica o, quizá de forma más crucial, porque violentaban normas convencionales (normas de comportamiento, de pensamiento, formas aceptadas socialmente). Los cómics hacían locuras con la lógica de a+b+c+d, y la verdad es que animaban a uno a no pensar en función de lo que el profesor esperaba de él o de los requisitos de una materia como historia. Recuerdo con detalle el regocijo que sentí cuando introduje a escondidas en mi cartera una copia de Capitán Marvel para leerla furtivamente en el bus o bajo las sábanas o en los asientos traseros de la clase. Además, los cómics le suministraban a uno un acercamiento directo (la combinación exagerada, tanto literalmente como en su mismo atractivo, de dibujos y palabras) que parecía indefectiblemente cierto, por un lado, e increíblemente próximo, afectado y familiar, por otro lado. De alguna manera, que todavía encuentro fascinante descodificar, los cómics, con todo su trasfondo inexorable (en mucha mayor medida que, por ejemplo, los dibujos animados, que a mi nunca me llegaron a interesar) parecían comunicar lo que no podía comunicarse de otro modo, quizás lo que no estaba permitido decirse o imaginarse, y desafiaban los procesos habituales de pensamiento, que están controlados, definidos y vueltos a definir por todo tipo de presiones pedagógicas e ideológicas. Yo entonces no sabía nada de esto, pero sentía que los cómics me permitían pensar e imaginar y ver de forma distinta.

Pero pasemos ahora a la última década del siglo XX. Como estadounidense de origen palestino, me he visto inevitablemente envuelto en la lucha por el autogobierno palestino y los derechos humanos. Apartado por la distancia, la enfermedad y el exilio, mi papel ha consistido en defender esta causa tan difícil, defenderla e intentar retratar su dimensión tan complicada y a menudo eliminada escribiendo y hablando en público, mientras intentaba mantenerme al día con respecto al desarrollo de nuestra historia como pueblo en lugares como Amman, Beirut y, finalmente, cuando pude volver a Palestina en 1992 por primera vez desde que mi familia y yo abandonáramos Jerusalén en 1947, a las actuales Cisjordania y Gaza.

Cuando inicié mi esfuerzo, justo después de la guerra de junio de 1967, incluso la palabra “Palestina“ era prácticamente imposible de pronunciar en un discurso público. Recuerdo signos que se llevaban en reuniones generales y en ponencias sobre Palestina durante dicha época que decían “No hay Palestina“, y en 1969, Golda Meir hizo su famosa declaración, según la cual los palestinos no existían. Gran parte de mi trabajo como escritor y ponente ha estado relacionado con el rechazo de la mala interpretación y la deshumanización de nuestra historia, a la vez que intentaba dar una presencia y una forma humanas a la narrativa palestina (que tan hábilmente habían hecho desaparecer los medios de comunicación y las legiones de polemistas antagónicos).

Sin ningún tipo de aviso o preparación, hace unos diez años, mi hijo pequeño trajo a casa el primer número del Cómic de Palestina, de Joe Sacco. Estaba tan separado del mundo de la lectura, cambio y trueque de cómics activos, que no tenía ni idea de la existencia de Sacco ni de su absorbente trabajo. Me sumergí de nuevo, directamente en el mundo de la primera gran Intifada (1987-92) y, con un efecto aun mayor, en el mundo animado y vivificador de los cómics que había leído ya hacía mucho tiempo. La impresión del reconocimiento fue, por lo tanto, doble, y cuanto más y más intensamente leía los cómics de Palestina, de Sacco, de los cuales hay unos diez, que ahora se recopilan en un único volumen que espero los haga ampliamente disponibles no sólo a los lectores estadounidenses, sino en el mundo entero, más me convencía de que tenía ante mis ojos una obra de contenido político y estético de una originalidad extraordinaria, muy diferente de cualquier otro de los muchos y a menudo pesados e indefectiblemente retorcidos debates que ocupan a los palestinos, israelíes y sus respectivos simpatizantes. Dado que también vivimos en un mundo saturado por los medios de comunicación en el cual una gran parte de las imágenes de noticias mundiales está controlada y difundida por un puñado de personas sentadas en lugares como Londres o Nueva York, un torrente de imágenes y palabras en forma de cómic, ejecutadas de forma enérgica, a veces con énfasis grotesco y distendido para estar a la altura de lo descrito, suministran un antídoto muy notorio. En el mundo de Joe Sacco no hay presentadores ni locutores zalameros, ni narraciones afectadas sobre los triunfos israelíes, la democracia, los logros, ninguna representación asumida y confirmada una y otra vez (todo ello desconectado de cualquier fuente social o histórica, de cualquier realidad vivida) de los palestinos como tipos que lanzan piedras, que rechazan los pactos, y como bellacos fundamentalistas cuyo propósito principal es poner las cosas difíciles a los israelíes perseguidos y amantes de la paz. Aquí lo que tenemos, no obstante, es lo que ven los ojos y manera de ser de un sempiterno joven estadounidense de aspecto modesto y con el pelo cortado al rape que ha acabado paseándose por un mundo poco familiar y nada hospitalario de ocupación militar, arrestos arbitrarios, experiencias horribles de casas derruidas y tierras expropiadas, torturas (“presiones moderadas“) y pura fuerza bruta aplicada con generosidad, cuando no con crueldad (por ejemplo, un soldado israelí que no permite que la gente pase una barricada para acceder a Cisjordania a causa de “esto“, dice, mientras muestra una dentadura enorme y amenazadora y el M-16 con el que va armado) y a cuya merced viven los palestinos cotidianamente, hora tras hora.

No hay ningún giro de tuerca obvio, ninguna doctrina discernible con facilidad en los encuentros a menudo irónicos entre Sacco y los palestinos bajo la ocupación, ningún intento de suavizar lo que, en su mayor parte, es una existencia ansiosa y exigua de incertidumbre, infelicidad colectiva, privación, y especialmente en la parte centrada en Gaza, una vida de vagabundeo sin destino entre los confines inhospitalarios del lugar, vagabundeo, pero sobre todo espera, espera, espera. Con la excepción de un par de novelistas y poetas, nadie ha descrito jamás este terrible estado de cosas mejor que Joe Sacco. No hay duda de que sus imágenes son más gráficas que cualquier cosa que uno pueda leer o ver por la televisión. Con su amigo, el fotógrafo japonés Saburo (que parece perderse en determinado momento), Joe supone una presencia que escucha y observa, a veces escéptica, a veces fatigada, pero en general compasiva y divertida, mientras observa cómo un vaso de té palestino a menudo queda anegado bajo el azúcar, o cómo, posiblemente de forma involuntaria, se reúnen para intercambiar relatos de sufrimiento y aflicción, igual que los pescadores que comparan el tamaño de sus piezas o los cazadores la cautela de sus presas.

(…)

Pero lo que convierte a Sacco en un retratista tan poco habitual de la vida en los territorios ocupados palestinos es que su verdadera preocupación es, en definitiva, la historia de las víctimas. Recordemos que la mayoría de los cómics que leemos concluyen, casi de forma rutinaria, con la victoria de alguien, el triunfo del bien sobre el mal, o la derrota del injusto a manos del justo, o incluso con el matrimonio entre dos jóvenes amantes. Los villanos de los cómics de Superman desaparecen y ya no sabemos ni vemos nada más de ellos. Tarzán frustra los planes de malvados hombres blancos y se les echa de África de forma ignominiosa. Palestina, de Sacco no tiene nada que ver con esto. La gente con la que vive son los perdedores de la historia, desterrados a los confines donde parecen holgazanear tan abatidos, sin demasiadas esperanzas de poderse organizar, a excepción de su pura indomabilidad, su prácticamente queda voluntad de seguir adelante, y su tendencia a aferrarse a su historia, a contarla, y a resistirse a todo designio de borrarlos de una vez por todas. De forma astuta, Sacco parece desconfiar de las militancias, en especial del tipo colectivo que estalla en eslóganes o en politiqueo verbal. Tampoco intenta suministrar soluciones del tipo que tanto escarnio ha generado en los procesos de paz de Oslo. Pero sus cómics sobre Palestina proporcionan a sus lectores una estancia los suficientemente larga entre la gente cuyo sufrimiento y destino injustos se ha ignorado durante tanto tiempo y que ha tenido tan poca atención política o humanitaria. Los dibujos de Sacco tienen la facultad de detenernos, de evitar que erremos con impaciencia intentando no perder el hilo de una frase importante o una historia lamentablemente previsible de triunfo y realización. Y posiblemente sea este el mayor de sus logros.



ABRE COMILLAS es una columna que recoge citas, transcripciones y fragmentos textuales en donde importantes actores reflexionan en torno a una producción cultural alternativa.

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1 comentario en «Edward Said sobre los cómics»

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