
Sin razón ni efeméride que lo justifique, me dio por volver a 2001 a space odissey. No hay más excusa que el amor por artes y obras que se acumulan en este cajón de sastre y que de una u otra han dado forma a mi sensibilidad propia, pero también a la del mundo que conocemos. Le temo a cualquier cosa que piense o diga sobre ella. Estoy seguro de que dentro de veinte años sabré otras cosas y esta obra que se transforma cada vez que la miras, me dirá otras certezas o más bien, me deparará otras incertidumbres.
Tras la rotunda intro al son de Zaratustra (aquel mono descubriendose a sí mismo luego de toparse con un insólito Monolito) le sigue un segundo acto al que quise opinar que le sobra metraje. Imposible el tedio para un espectador de este milenio que ya no se va a sorprender demasiado con el precioso ballet de astronaves que en su día fue un absoluto mindblowing. Este segundo acto es un listado de premoniciones y virtuosismo cinematográfico destinado a sus contemporáneos, pero quizás a nosotros, que ya estamos saturados hasta la enfermedad de tanto futuro, ¿qué nos puede decir ya?
Sin embargo, aún en mi presente desbordado, esta película sigue siendo un acontecimiento transformador. Ni la desmesurada colección de videos, comentarios, críticas y debates en youtube dan paz a esa suerte de desesperación por darle forma y contención a las escurridizas metáforas que abruman el film: ¿qué es el monolito? ¿Qué vino a hacer en la Tierra, quién lo puso, qué pasa al final, qué significa ese bebé descomunal mirando a la Tierra?
Obra de pesado tempo narrativo, de metáforas inasibles que se te escurren deliberadamente de las manos. La exasperación generalizada por su alevosa lentitud podría parecer un síntoma de nuestro metrónomo fuera de control pero en su día también ocasionó la furia de los espectadores. Es su tempo, no hay nada que hacer. La lentitud en los filmes, y en las artes en general, es algo con lo que debemos reconciliarnos, hay obras que necesitan la rítmica que tienen, es su espesura propia.
Me encanta la pléyade de explicaciones al mar de incógnitas que deja la película. Ciertamente resulta desasosegante el desconcierto que nos produce la película. Su rechazo total a cerrar nada de lo que abre hasta el último minuto. Dudo que Kubrick siquiera supiera qué respuestas nos estaba eludiendo. La inmensa mayoría de esas explicaciones suelen venir de la lectura de la novela y no de la película, y a mi juicio solo reducen su poder: que si el monolito lo trajeron unos extraterrestres, que si la habitación en la que el astronauta consume su tiempo de vida luego de su viaje lisérgico por el universo es una suerte de jaula donde esos extraterrestres están investigando al tipo. En realidad la película no nos ofrece señales de nada de eso. ¿Para qué buscarlo en otra parte? La peli es justo donde no es, en donde se manifiesta en sus vacíos, en las inconmensurables incógnitas. En la infinitud de sus agujeros negros es donde ella es perfecta, hermosa, sólida y rotunda. En donde todo lo que Kubrick deliberadamente quiso no ser, es en donde 2001 nos enseñó a ser. 2001 es justo en el desconcierto que nos despierta el cosmos, en al abismo de preguntas que nos depara cada nuevo descubrimiento sobre el espacio, en la inconcebible pequeñez que sabemos que somos dentro del caos funcional del universo. ¿Cómo podemos pedirle explicaciones a una película inconcebible como esta?
El monolito, sea lo que sea, es y listo, no importa nada más. Sabemos que cada vez que interfiere en la vida humana la hace avanzar de un modo irremediable, doloroso y violento. Los primates lo tocan y les es revelada la sabiduría, el principio de su humanidad, que se concreta en la fabricación de un arma. Hal 9000, víctima de las insalvables directrices contradictorias de sus hacedores, se enfrenta a una encrucijada que la pone de cara a su propia fragilidad, se siente amenazada y procede a asesinarlos a todos. La perfección de la que presume es solo posible en un mundo sin cruce de caminos, sin contradicciones, sin dudas, sin miradas al abismo, un mundo que no existe. Ese error fundacional de programación vuelve humana a Hal 9000. Como el mono, alcanza la humanidad cuando quiere sobrevivir y prodiga muerte para salvarse. La supervivencia la regresa a lo primario, y la película nos está diciendo que esa violencia es primaria y parte ineludible de la vida misma. Pero a su vez fue el saber, la conciencia de sí, la que precipitó al Simio y a la formidable máquina a la barbarie que está inscrita en el fondo mismo de la civilización, del saber, del desarrollo, de la evolución. Semejante contradicción fundacional de la Humanidad es desoladora. El personaje más humano de toda la peli es la computadora, sobre todo en ese momento final en el que se va despidiendo de la vida y retrocediendo a su infancia, como le pasará al mismo astronauta hacia el final.
Entre todas las especulaciones, se ha dicho que el Monolito es Dios, que es la VIDA, que es el SABER universal otorgado por sabidurías del Cosmos. Bueno, es todo eso y no es nada, eso lo hace tan poderosamente magnífico e infinito como metáfora, como símbolo, como imagen. Como McGuffin es la perfección absoluta ¿Qué no es Dios sino una ficción para darle forma a lo inasible, para comprender lo incomprensible? Y ese todo y nada, ese Dios y ese vacío, esa piedra reluciente que también puede ser vacío rectangular en el medio del espacio, lo contiene todo y quizás no contiene nada. Esa entidad hecha de ser y no ser, de todo y la nada, de plenitud y vacío, que no tiene significado ni explicación alguna, precipita al hombre a un viaje final estridente, lisérgico, tremebundo y violento hacia los confines del universo. Pero al final del viaje se encuentra con una habitación vacía, lujosa pero anodina. No hubo revelación, no alcanza ningún nirvana, el sentido de la vida es consumirse para al final, empezar el ciclo nuevamente. Bowman, el inefable protagonista humano que se ve arrastrado por un vértigo de pesadilla que lo supera, no parece llegar a ninguna Revelación. No parece ser ni siquiera un Gran Elegido. Su destino es el de ser un simple mortal al que le tocó ese lugar por designios del azar y el caos que parecen definir los procesos del universo.
La peli empieza en los albores del Hombre y termina con los Albores de la Humanidad, de la vida misma. Bowman se mira a sí mismo consumirse en una vejez sin retorno. No logramos saber si su desintegración en el cuarto final transcurre en unos minutos, en años o si tarda una terrible eternidad. Kubrick ha terminado por suspender todo sentido del tiempo. Bowman se consume ante el Monolito que vuelve a revelarse para conducirlo a la mutación final, y así el ciclo comienza. La Humanidad, aquella que había alcanzado el techo de su perfección con Hal 9000, se resetea y retorna a las certezas más fundamentales: la muerte y el nacimiento, la violencia inherente a la existencia misma, la vida y toda certeza universal trasciende al sujeto, a la civilización, a sus invenciones y sus hallazgos. Esta no es una peli de personajes ni actores (quién recuerda a sus protagonistas), es sobre todo un acontecimiento audiovisual, un hallazgo tan enorme como una Capilla Sixtina y un intento épico de asir lo inasible desde las herramientas que te proporcionan las artes visuales y sonoras. Es una coreografía solemne de una indecible belleza que quiere dibujar que dentro del orden universal el ser humano como individuo, como sujeto, es totalmente transitorio y descartable. Ese bebé enorme es la Humanidad trascendida y asumida como un infante ante una vastedad que no dejará nunca de sernos esquiva y demasiado enorme para cualquier comprensión.
Tenemos que reenseñarnos a lo maravilloso que es no entender nada a veces. Porque lo que tenemos allá afuera está muy lejos de nuestro alcance. Pero para allá vamos, a la espera de alguna vez trascender a tanta violencia, trascender al simio y a la máquina para ser ese bebé que mira al universo con un fatal desconcierto pero con una arrolladora esperanza tan grande como el enigma inconmensurable que tiene ante sí, aún si ese designio nos consume a todos. Posiblemente al fin de los tiempos, solo quede aquel monolito flotando en el universo, y Kubrick estará contento entonces de habernos enseñado el valor del desconcierto como motor del conocimiento.

