Mi madre vive en un pueblito de recuerdos; yo algunos domingos me subo en el elefante del Libro Mantilla para ir a visitarla.
Allí vive mi madre entre las cuentas de colores que con los años se le han ido cayendo como hermosas gotas de sangre de su corazón.
Allí está ella pensativa, allí está ella muy joven y elegantemente triste, a tono su tristeza con la melancolía de la hora en que atardece en su pueblito de recuerdos.
Yo que amé siempre la tarde, pienso que a la envejecida luz de esa hora mi madre es el alma misma de la tarde; y cuando en esa actitud la he encontrado, me vuelvo de puntillas y llego a casa contando que en el pueblito de recuerdos donde vive mi madre, la tarde permaneció hoy largo rato con la mano en la mejilla.
Allí, como entre vestigios de jardín, vive mi madre entre sus últimos ovillos de sedalina, entre los irisados témpanos de cristal de la lámpara que nunca se compuso, junto a la cruz de palma bendita que en otros años poníamos en el patio dentro de un plato de agua cuando había tormenta.
Hay algo allí de primavera archivada, serán las flores secas que también hay, o bien aquella mota que aunque ya sin polvera conserva su ampulosidad de bailarina que ha engordado; en todo caso será de tanto vivir entre esas cosas por lo que la mirada de mi madre es lejanamente dulce y vagamente apagada, como sería si uno pudiera verlo, el nostálgico aroma de las galletitas Palmer´s.
A veces mi madre y yo nos vamos pueblo adentro, oyendo bajo nuestras pisadas el crujir de oro de las hojas secas, nos vamos a lo largo de ese territorio de oro, a veces ella y yo nos vamos, mirando yo caer las hojas secas que a lo largo de años y años de vivir en su pueblito de recuerdos, se le han ido desprendiendo de su anticuado vestido de flores a mi madre.
Vamos en un tranvía bajo la lluvia; pasajeros los dos de un puente que ella le dijo a papá que parecía un barco, mi madre quiere que nos detengamos donde está el vendedor de granizado para que yo me coma las estrellas. Ahora me sube a su hombro para que yo contemple por la primera vez un río. Pero el fulgor de sus cabellos me resultó fascinante, pues como era ya la noche y era marzo, y apareció la luna bajísima e inmensa, yo por la primera vez vi el mar, ¡lo vi dormido de mi madre en los líquidos cabellos!
Ahora llegamos al momento en que yo no he nacido. Ahora mi madre está tendida sobre el mundo, y el amor la agasaja como a la tierra un río de duraznos; dócil, pluvial, arbórea, taza de leche enamorada, está ahora tendida allí mi madre, cuna de flores el dulce cuenco de su vientre, para tornar – suavísima alfarera – la sustancia de siglos que cantando la nombra en la palabra de mi padre.
Madre, pequeña fábrica de amor, mansa esposa del Tiempo, milagro de tu carne fue darles forma humana a las tinieblas y recoger la noche en tus entrañas para levantarla como una espiga hacia la aurora.
Yo lo sé, yo lo sé, porque mis ojos, yo lo sé, no han conocido estrellas más suntuosas, ni mañanas más claras, ni flores más augustas, ni en fin nubes, como las que aprendí a mirar a través de tu mirada.
Texto: Aquiles Nazoa
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