Contemplaba aquel nublado amanecer sobre La Sierra Nevada cuando el inesperado llamado a la puerta me sorprendió. Era Mildred. Al ver la desesperación en su rostro intuí que algo grave pasaba. Su cónyuge, quien bebía en exceso, la había amarrado a la pata de la cama sometiéndola a toda una noche de tortura psicológica y, en un descuido de éste, con ayuda de su hija, había logrado huir por una trocha hasta mi casa, a pedir auxilio. Rápidamente llamamos a la policía, nos aseguraron que no demoraban. Enseguida recibí una llamada de la escuelita donde ambas éramos representantes. La persona al teléfono me preguntó si Mildred se encontraba conmigo. Capciosa, respondí que no.
– “Si va para allá, dígale que se está quemando su casa”, dijeron al otro lado de la línea.
En efecto, la recién estrenada casa de Mildred, producto del beneficio social de la Gran Misión Vivienda Venezuela, la había incendiado su marido; desquiciado, viendo que ella había escapado, le prendió candela con gasolina para después de huir con el pequeño Edgar, hijo de ambos.
En el lugar del siniestro estaban la policía y los bomberos. A escasos metros yacía un minúsculo rancho de piedra y zinc, del tamaño de una habitación, donde hasta hacía pocos días convivía la familia entera; los cónyuges, el niño, y dos hijas de Mildred concebidas con una pareja anterior. Allí todavía se encontraban algunas de sus pertenencias curtidas por la tierra. Detenida en su umbral volví la mirada hacia la casa quemada. Me invadió una mezcla tristeza y rabia. La alegría de Mildred por un hogar digno había sido aplastada.
La policía interrogaba a todo el mundo mientras radiaba la huida del agresor. A Mildred se la llevaron en una patrulla. –Desde que ese tipo llegó aquí, este sector no fue más el mismo. Ese hombre es un mala conducta–, eran los comentarios de la comunidad. Según los pormenores de la convivencia con él, que ella me había contado, para mí era bastante claro, el tipo también abusaba de las drogas. El caso es que la comunidad, aseverando que ese personaje no era bienvenido, metían a Mildred en el mismo saco, advirtiéndole que “si no se dejaba de ese hombre, la iban a sacar de la lista de beneficiarios de la GMVV”. La amenaza me parecía injusta. Conocía a Mildred desde hacía poco tiempo, pero me había dado suficientes muestras de honestidad.
Cuando me interrogaban, recordé que Mildred esa mañana me dijo que una de sus hijas le había comentado que el marido, en algún momento de la madrugada, intentó tocarla. El funcionario me preguntó si estaba dispuesta a declarar oficialmente. No dudé. A pocas horas de la búsqueda la policía capturó al sujeto, rescatando al niño.
Mientras se llevaba a cabo el proceso judicial, Mildred pasó un tiempo alejada de la aldea. Meses después me visitó y conversamos. Me confesó no saber qué hacer. Todo el techo de su vivienda, alguna vez de teja y machimbrado, había quedado destruido. La obra de construcción se había culminado con grandes esfuerzos de su parte. La GMVV únicamente aporta los materiales, y en su caso particular, dado que la parcela estaba ubicada en terreno escarpado, se los dejaban a orilla de carretera. Ella no contaba con más ayuda que la de su marido. Debiendo cumplir metas de obra en los tiempos establecidos, viéndose en una situación apremiante, accedía a la ayuda de éste, quien se valía de su necesidad para manipularla. Era evidente su condición de indefensión en la perversa, pero casi imperceptible rueda de la violencia. Abatida, me contó que la comunidad la había vetado para continuar recibiendo el beneficio y, reiterando la advertencia hecha tiempo atrás, se negaban a entregarle materiales para la reparación del daño causado por el incendio, e interceder a su favor ante los organismos competentes. El arquitecto encargado se hacía eco de dicha opinión y copartícipe de aquella insensatez. Le di mi punto de vista acerca de lo injusto de esa actitud, tomando en cuenta que el suyo era un caso de violencia hacia la mujer, contemplado en la Ley Orgánica por el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LOPMVLV) 1. Asimismo, yo sabía que mientras hubiese obras en proceso, el enlace entre la comunidad y la Gran Misión no cesaba, aún podían gestionarse recursos para situaciones imprevistas. Me ofrecí a ayudarla. Conocía de referencia a la persona encargada del organismo en materia de vivienda en la región. Asumí, ingenuamente que, siendo mujer y camarada, me encontraría con una actitud receptiva de su parte, así que la llamé. Para mi sorpresa ya sabía del caso y su respuesta fue fría, sus excusas, lugares comunes. Tras escuchar pacientemente un sinsentido sobre la supuesta interferencia de inconvenientes burocráticos para una asistencia oportuna, intenté no mostrar mi rabia e insistí, logrando que atendiera a Mildred en su oficina. Dicha gestión no tuvo un efecto definitivo y fue necesario convocar a una Asamblea de Ciudadanos y Ciudadanas en la comunidad, con la presencia del famoso arquitecto.
La asamblea: revictimización de la víctima2
En medio de una gran tensión, murmullos de pequeños grupos y miradas cruzadas punzando en el frío de la montaña, esperábamos al arquitecto. Mildred me señaló a la mujer cuyo arribo marcó claramente una posición de poder en la estructura comunitaria. –Esa es la bruja que no quiere que yo arregle mi casa – , me dijo en voz baja y con resentimiento. Por fin llegó el funcionario. Un ulavista burgués en cuyo absurdo, punitivo y misógino discurso, argüía razones para negarle la ayuda a Mildred, omitiendo todos los aspectos relacionados con la vulnerabilidad de la mujer y sus derechos, contemplados en una ley que, para el momento, contaba con más de una década de haber sido promulgada. En tanto la “lideresa”, cuya indolencia resultaba aún más insultante por provenir de una mujer, la acusaba de no haber cumplido con las exigencias impuestas por el Consejo Comunal, pretendiendo desde la coacción, arbitrariamente, imponer el veto. Culminado el intransigente discurso de ambos no pude esperar y los increpé, advirtiendo que éste era un caso de violencia de género y que estaban en franco desconocimiento de la ley. A Mildred la impotencia y las ganas de llorar le impedían hablar. Por fortuna, tres personas más, dos de ellas de las familias fundadoras de la comunidad, me secundaron. Amalgamamos una defensa hermosa, reclamamos la necesidad de empatía, solidaridad y generosidad, dejando al oponente sin argumentos, mientras el resto de la concurrencia se mantuvo mansamente en silencio.
Pasados seis meses llegó la citación del Ministerio Público para asistir como testigo al juicio. Ansiedad, compromiso y temor me anudaron la garganta. Llegado el día, ya en los tribunales, fui conducida a una diminuta oficina donde apenas había espacio para la movilidad. Nunca entendí por qué debía rendir declaración en un cuartucho tan estrecho, entre fotocopiadoras y archivadores. Apabullada, observé a las personas en el recinto: dos mujeres y un hombre vestidos con togas negras, más otro de civil, sorprendentemente, el imputado. Quedamos de frente, uno al otro, a tan solo metro y medio de distancia. Irreconociblemente limpio y bien vestido, el agresor mantuvo su mirada intimidante sobre mí toda la sesión. Aprensiva, intenté esquivarla mientras respondía las preguntas. Ya para la interrogante final, me fue imposible. El juez indagó sobre el presunto abuso sexual a la niña, sugerido por Mildred. Los ojos de aquel hombre se clavaron en mí como un fuego gélido y por un instante, nuestras miradas se cruzaron. A pesar de sentirme intimidada, me embargó la serenidad de saber que hacía lo correcto. Viré la mirada hacia el juez y dije: – No puedo aseverar nada concreto al respecto, sólo lo que ella me dijo. Y así era. Un halo de resignación cerró el careo, mientras la abogada acusadora, gestualizó decepción.
En la comunidad, todo el mundo tenía miedo, sólo dos personas declaramos. Aun cuando sabía que el criminal estaba en la cárcel, de vez en cuando el temor me asaltaba. Luego de apenas cuatro años de reclusión salió en libertad, sirviéndose de influencias logró disminuir una pena originalmente de dieciocho años. A Mildred le dieron láminas de zinc rojo para su techo y nuevamente su casita quedó digna. Hoy día el pequeño Edgar es amiguito de mi hijo y lo veo a menudo, tímido y cariñoso como es, cursando su cuarto grado en la misma escuela desde donde ese aciago día recibimos la llamada. Por lo que supe, el agresor ya libre, migró a Colombia. Para mí, una pregunta queda abierta: ¿existirá un techo para la misoginia, la violencia machista patriarcal, institucional, doméstica? Deberíamos agregar, ¿para la violencia comunitaria?
1 El Art., 3, de la “Ley Orgánica por el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia” (LOPMVLV., 2008), versa sobre las obligaciones sociales en cuanto a proteger la dignidad e integridad de las mujeres víctimas de violencia; el Art., 4, numeral 10, establece la responsabilidad del Estado y de las organizaciones comunales en la priorización de estas garantías.
2 El Artículo 15 de la referida ley, establece, en la versión actual, 21 formas de violencia. Para aquél entonces contenía 19 formas. Su número 16 versa sobre la Violencia Institucional, se refiere a la violencia a la que son sometidas las mujeres cuando la omisión de funcionarios y funcionarias públicas obstaculizan el acceso de las mujeres a las políticas públicas y al debido proceso.